Decía
María Zambrano en su “Carta sobre el exilio” que el exiliado era
aquel al que, habiendo sido despojado por completo de su vida,
sin embargo se le había dejado en la vida. A diferencia del
emigrante, que es acogido en otro país en el que busca desarrollar
su existencia, el exiliado se ve desproveído de todo proyecto y se
muestra incapaz de enraizar en nueva tierra. No hay, en él, la
búsqueda de un futuro mejor, si no la necesidad de que el desastre
en el que habita termine de una vez. De este modo, no es equiparable
al emigrante que ha decidido dejar atrás su país para continuar con
su vida; el exiliado no deja su país, al exiliado se lo han
arrebatado, y, con él, se le ha arrebatado también la vida, y, sin
embargo, sigue vivo.
En
su poema “Lázaro”, Luís Cernuda –otro de nuestros grandes
literatos en el exilio-, nos describía precisamente esta extraña e
inusual situación de verse rechazado por la muerte, es decir,
expropiado, en vida, de su vida. Consciente de que todo
le ha sido arrebatado, con la carne en putrefacción, el Lázaro de
los evangelios se levanta, en dicho poema, y anda por el mero hecho
de estar de nuevo en vida; pero se descubre incapaz de vivir.
Una vez despojado de su cuerpo, ahora en descomposición, el
resucitado no sabe si estar o no agradecido a aquel que le ha
devuelto la existencia. Nunca más logrará sentirse acogido en
ningún lugar. Sólo le queda permanecer en la vida, como el lirio,
bello a los ojos de Dios. Numerosos son los textos en los que Cernuda
trata el exilio, pero seguramente sea este poema el que muestra con
más crudeza la sensación de desarraigo que lo acompaña.
Ante
estos dos testimonios –fruto, ambos, de nuestro exilio- ver la
frivolidad zurcida de tópicos con el que la prensa nacional está
tratando el caso de los exiliados sirios no puede dejar de ponernos
de manifiesto la ignorancia que caracteriza a nuestros actuales
periodistas.
El
miércoles 9 de septiembre, por ejemplo, El Periódico publicaba una
crónica de Carles Planas bajo el título de “El viaje de la
esperanza”. Se trataba de una crónica, muy sentida, del viaje que
el autor realizó en uno de los trenes que transportaba a los
exiliados hasta Austria. Sin embargo, de todo lo narrado en el texto
lo único que se lograba desprender era desesperación; una
desesperación que llevaba a sus protagonistas a aceptar cualquier
trato, cualquier condición, con tal de poder huir de su presente.
Por supuesto no faltaba quien se aprovechara de tal situación para
realizar alguna que otra estafa o abuso de poder. Con todo, ninguna
esperanza de proyectos a venir o de vidas futuras se podía
vislumbrar en las reacciones o en las palabras de los refugiados. Lo
único que estas dejaban entrever era la necesidad de que terminara
de una vez la agonizante situación en la que estos se encontraban.
Sin embargo “El viaje de la esperanza” era el título elegido
para una crónica llena de desesperación.
Otro
ejemplo, a mi gusto, más flagrante, lo encontramos en La Vanguardia
del sábado 5 de setiembre. En esta edición el diario dedicó su
suplemento “Quién” a efectuar un monográfico sobre “inmigrantes
que han triunfado”. Entre tanto, en sus primeras páginas, podíamos
leer, en un artículo de María-Paz López, que los refugiados vienen
“en pos del sueño europeo”. Cuesta creer que la relación pueda
ser fortuita, más cuando expresiones de este tipo se van repitiendo
una y otra vez en los artículos que esta publicación dedica al
problema de los exiliados orientales.
Cito
solo dos ejemplos, pero podríamos encontrar muchísimos más, tanto
en los diarios mencionados como en otros similares. En ambos casos
podemos ver la continuidad de la condescendencia con la que estamos
acostumbrados a tratar al inmigrante. Seguramente, cargados de buena
intención y de amor al prójimo, las redacciones de nuestros diarios
y sus periodistas han creído necesario conmovernos y proporcionarnos
motivos alentadores para predisponernos favorablemente a la acogida
de los exiliados. Ello, por supuesto, es muy loable y no admite
crítica. Sin embargo el modo en que han intentado conmovernos les
traiciona (y nos traiciona también a nosotros mismos) poniéndonos
de manifiesto algunos de los presupuestos sin los cuales no somos
capaces de concebir el motivo de una acción. ¿Por qué alguien se
decidiría a emprender un proyecto si no es en busca de una
esperanza, de una mejora futura, de un triunfo? Máxime cuando tal
empresa implica dejar atrás su hábitat (sus espacios, su familia,
sus amistades...).
Lo
que en este análisis pasa por alto es que para el exiliado tal
hábitat ya no existe: los conocidos, si no se han sorprendido
exterminando, se han visto exterminados o huyendo para no serlo, y
los espacios en los que crecía el futuro se han vuelto yermos.
Reducir a alguien que ha pasado por una vivencia como la del exiliado
a un simple buscador de esperanza y sueños lo único que refleja es
nuestra cobardía a la hora de enfrentar la crudeza de su situación;
cobardía que nos escondemos de la peor manera posible: desde la
condescendencia del que se compadece de aquel que debe abandonar su
hogar para buscar una vida mejor. Pero, me reitero, el exiliado no
abandona su hogar; este ya ha sido destruido antes de que pudiera
abandonarlo.
Como
el niño de la crónica de Carles Planes, que ante un control de la
policía húngara exclamada desmoralizado que quería ir a Austria
para estudiar, el exiliado siempre acaba cargando con las máscaras
que le atribuyen, dado que sabe que es el único modo de hacerse
entender. Máscaras que, como describía Zambrano al inicio del texto
citado, son “inventadas por algún conflicto de conciencia, por
algún inconfesable remordimiento o por algún pánico de los que
acometen al que no ha perdido su herencia, al que tiene un «estar»”.
¿Qué conflicto interior esconde nuestra tendencia a reducir el
exiliado a inmigrante? ¿Por qué no somos capaces de concebir el
querer vivir si no es vinculado a un sueño o a una esperanza, a un
proyecto o a una inversión de futuro? ¿Estamos preparados para
comprender la vivencia del exilio? ¿No será quizá el miedo a
asumir tal vivencia como posible la que nos pone en guardia ante la
avalancha de refugiados? Si ello fuera así, tal vez habría que
felicitar a nuestros periodistas y periódicos por haber comprendido
que el único modo de que aceptáramos su acogida era la de
disfrazárnoslos de inmigrantes o “migrantes”, como tanto les
gusta decir últimamente. Lástima que, ahora que ya han demostrado
su bondad a la opinión pública, empiecen a usar estas máscaras
para advertirnos de los peligros que tal “migración” conlleva.