lunes, 5 de octubre de 2015

No son inmigrantes, son exiliados

Decía María Zambrano en su “Carta sobre el exilio” que el exiliado era aquel al que, habiendo sido despojado por completo de su vida, sin embargo se le había dejado en la vida. A diferencia del emigrante, que es acogido en otro país en el que busca desarrollar su existencia, el exiliado se ve desproveído de todo proyecto y se muestra incapaz de enraizar en nueva tierra. No hay, en él, la búsqueda de un futuro mejor, si no la necesidad de que el desastre en el que habita termine de una vez. De este modo, no es equiparable al emigrante que ha decidido dejar atrás su país para continuar con su vida; el exiliado no deja su país, al exiliado se lo han arrebatado, y, con él, se le ha arrebatado también la vida, y, sin embargo, sigue vivo.
En su poema “Lázaro”, Luís Cernuda –otro de nuestros grandes literatos en el exilio-, nos describía precisamente esta extraña e inusual situación de verse rechazado por la muerte, es decir, expropiado, en vida, de su vida. Consciente de que todo le ha sido arrebatado, con la carne en putrefacción, el Lázaro de los evangelios se levanta, en dicho poema, y anda por el mero hecho de estar de nuevo en vida; pero se descubre incapaz de vivir. Una vez despojado de su cuerpo, ahora en descomposición, el resucitado no sabe si estar o no agradecido a aquel que le ha devuelto la existencia. Nunca más logrará sentirse acogido en ningún lugar. Sólo le queda permanecer en la vida, como el lirio, bello a los ojos de Dios. Numerosos son los textos en los que Cernuda trata el exilio, pero seguramente sea este poema el que muestra con más crudeza la sensación de desarraigo que lo acompaña.
Ante estos dos testimonios –fruto, ambos, de nuestro exilio- ver la frivolidad zurcida de tópicos con el que la prensa nacional está tratando el caso de los exiliados sirios no puede dejar de ponernos de manifiesto la ignorancia que caracteriza a nuestros actuales periodistas.
El miércoles 9 de septiembre, por ejemplo, El Periódico publicaba una crónica de Carles Planas bajo el título de “El viaje de la esperanza”. Se trataba de una crónica, muy sentida, del viaje que el autor realizó en uno de los trenes que transportaba a los exiliados hasta Austria. Sin embargo, de todo lo narrado en el texto lo único que se lograba desprender era desesperación; una desesperación que llevaba a sus protagonistas a aceptar cualquier trato, cualquier condición, con tal de poder huir de su presente. Por supuesto no faltaba quien se aprovechara de tal situación para realizar alguna que otra estafa o abuso de poder. Con todo, ninguna esperanza de proyectos a venir o de vidas futuras se podía vislumbrar en las reacciones o en las palabras de los refugiados. Lo único que estas dejaban entrever era la necesidad de que terminara de una vez la agonizante situación en la que estos se encontraban. Sin embargo “El viaje de la esperanza” era el título elegido para una crónica llena de desesperación.
Otro ejemplo, a mi gusto, más flagrante, lo encontramos en La Vanguardia del sábado 5 de setiembre. En esta edición el diario dedicó su suplemento “Quién” a efectuar un monográfico sobre “inmigrantes que han triunfado”. Entre tanto, en sus primeras páginas, podíamos leer, en un artículo de María-Paz López, que los refugiados vienen “en pos del sueño europeo”. Cuesta creer que la relación pueda ser fortuita, más cuando expresiones de este tipo se van repitiendo una y otra vez en los artículos que esta publicación dedica al problema de los exiliados orientales.
Cito solo dos ejemplos, pero podríamos encontrar muchísimos más, tanto en los diarios mencionados como en otros similares. En ambos casos podemos ver la continuidad de la condescendencia con la que estamos acostumbrados a tratar al inmigrante. Seguramente, cargados de buena intención y de amor al prójimo, las redacciones de nuestros diarios y sus periodistas han creído necesario conmovernos y proporcionarnos motivos alentadores para predisponernos favorablemente a la acogida de los exiliados. Ello, por supuesto, es muy loable y no admite crítica. Sin embargo el modo en que han intentado conmovernos les traiciona (y nos traiciona también a nosotros mismos) poniéndonos de manifiesto algunos de los presupuestos sin los cuales no somos capaces de concebir el motivo de una acción. ¿Por qué alguien se decidiría a emprender un proyecto si no es en busca de una esperanza, de una mejora futura, de un triunfo? Máxime cuando tal empresa implica dejar atrás su hábitat (sus espacios, su familia, sus amistades...).
Lo que en este análisis pasa por alto es que para el exiliado tal hábitat ya no existe: los conocidos, si no se han sorprendido exterminando, se han visto exterminados o huyendo para no serlo, y los espacios en los que crecía el futuro se han vuelto yermos. Reducir a alguien que ha pasado por una vivencia como la del exiliado a un simple buscador de esperanza y sueños lo único que refleja es nuestra cobardía a la hora de enfrentar la crudeza de su situación; cobardía que nos escondemos de la peor manera posible: desde la condescendencia del que se compadece de aquel que debe abandonar su hogar para buscar una vida mejor. Pero, me reitero, el exiliado no abandona su hogar; este ya ha sido destruido antes de que pudiera abandonarlo.

Como el niño de la crónica de Carles Planes, que ante un control de la policía húngara exclamada desmoralizado que quería ir a Austria para estudiar, el exiliado siempre acaba cargando con las máscaras que le atribuyen, dado que sabe que es el único modo de hacerse entender. Máscaras que, como describía Zambrano al inicio del texto citado, son “inventadas por algún conflicto de conciencia, por algún inconfesable remordimiento o por algún pánico de los que acometen al que no ha perdido su herencia, al que tiene un «estar»”. ¿Qué conflicto interior esconde nuestra tendencia a reducir el exiliado a inmigrante? ¿Por qué no somos capaces de concebir el querer vivir si no es vinculado a un sueño o a una esperanza, a un proyecto o a una inversión de futuro? ¿Estamos preparados para comprender la vivencia del exilio? ¿No será quizá el miedo a asumir tal vivencia como posible la que nos pone en guardia ante la avalancha de refugiados? Si ello fuera así, tal vez habría que felicitar a nuestros periodistas y periódicos por haber comprendido que el único modo de que aceptáramos su acogida era la de disfrazárnoslos de inmigrantes o “migrantes”, como tanto les gusta decir últimamente. Lástima que, ahora que ya han demostrado su bondad a la opinión pública, empiecen a usar estas máscaras para advertirnos de los peligros que tal “migración” conlleva.