Para Roi, por su larga insistencia
“Te prometo anarquía”, se dijo; “¿bajo qué condiciones?”, respondió de inmediato. La promesa ya nacía rota. Entre agua embotellada de Nestle, mineras canadienses y Telmex se hace difícil pensar la anarquía sin mancharla de distopía. Triste situación aquella en la que la fe en una mayoría de edad social nos avoca al desastre más absoluto. “Te prometo anarquía”, “sí, de acuerdo, pero ¿bajo qué condiciones?”. No se trata de un juego, pero jugamos; no se trata de trazar el tiempo, y sin embargo este pasa. Son cuerpos, cuerpos y sangre: conocidos, amigos, familiares, tal vez... y un camión, el inevitable camión que desbarata todo cálculo.
Recién vista y en caliente escribo, ahora que me lees, estas lineas.
La película de Julio Hernández Cordón nos lo explica: “Te
prometo anarquía”, nos dicen, “las instituciones no funcionan;
todas son y serán, inevitablemente, un fraude; todas igual de
corruptas: El mismo perro con distinto collar. Sólo hay un modo de
instituir y es el desastre. En cambio, yo, no instituyo, sólo te
prometo anarquía”, y nos tientan, nos convencen: “no más
control”, decimos, y pensamos que “institución” solo puede ser
control. Exigimos plena libertad de acto (y vender es un acto). Él
aplaude, se alegra: “te prometo anarquía, entonces. Tómala, es
toda tuya”. Hernández Cordón nos advierte, por ello, “sí, de
acuerdo, me prometes anarquía, mas, ¿bajo qué condiciones?”.
Zurcido de una tácita violencia raramente explicitada, el film nos
sitúa ante algunas de las consecuencias más viscerales de nuestra
apacible cotidianidad. Más allá del curioso trabajo estético; de
las luces rojas como la sangre a traficar; del primerísimo primer
plano sin persona ni rostro, como la muerte, siempre soplándonos la
nuca; más allá del encuadre descentrado como la anemia sin pulso o
ausente como la ayuda al inconsciente estigma, Hernández Cordón traza, ante nosotros, partes comúnmente olvidadas, o asimiladas sin
más, de este común mundo que, día a día, obramos, y las rotula
con esa frase (¿la de ellos?): “Te prometo anarquía”.
¿Qué mundo hacemos, entonces, a diario?, ¿cómo lo hacemos y en
qué contribuimos a ello?, “¿bajo qué condiciones, esta
anarquía?” Mayoría de edad, decíamos, la anarquía: saber que
este mundo, aquel también, lo estamos haciendo, más o menos
directamente, todos, a diario, y que no basta con saber, no basta con
pensar, no basta con ser consciente y atender o analizar: esos
cuerpos, esa sangre, la nuestra, está allí también. Como dijera,
tiempo atrás, el cantautor anarquista Chicho Sánchez Ferlosio:
“Preguntar por la realidad sin intentar transformarla, eso es pasar
por la vida sin romperla ni mancharla”. Pero, ¿cómo?, y ¿cuándo?,
¿con quién? La promesa muta de sentido: “Te prometo anarquía”,
se nos dice ahora; miramos aquel retal del mundo que hacemos, el que
nos muestra Hernández Cordón, atendemos a nuestra responsabilidad
y, rápidamente nos preguntamos: “¿realmente la queremos, la
anarquía?, ¿no estamos ya bien, tal y cómo estamos?, ¿no deberían ocuparse de ello las autoridades?”
Doble atolladero, entonces, la promesa propuesta por la cinta: De un
lado, la anarquía, la ausencia de institución, el libre acto (y
venta) y sus tráficos (de sangre, de queso, de cuerpos…); la
rechazamos: “¿Bajo que condiciones?”, exigimos, y vemos aquel
fragmento de mundo escogido en el film. Por el otro lado, la
anarquía, el mundo que hacemos, que instituimos a diario, todos,
entre todos, de un modo más o menos directo cada cual, según su
intervención y responsabilidad; vemos la película, rechazamos la
anarquía, también: ¿quién es capaz de cargar tanto mundo sobre su
espalda sin darse al pegamento?
Doble atolladero: nos conformamos con lo que hay para vivir, ante la
excesiva promesa que se nos propone. Doble atolladero conformista,
entonces, el del exceso de ambición: La anarquía, la revolución,
el cambio, todo en uno y de a una. ¿Y si apostáramos por gestos más
pequeños? Los cuerpos y la sangre siguen allí: “Te prometo
anarquía”, digna película a atender con rabia, con rabia
moderada, por supuesto: Porque nada sé de ti,/ para dejarme
matar/ he de dejar de mirarte1.
1Enrique
Falcón, La marcha de los 150.000.000,
canto I.